El amor también fue dejar la casa
Sobre “El amor es un bien” de
Francisco Lumerman
Por Gabriela
Pignataro
//La casa
apenas / se sostiene / algo en mí se templa / lo que es inevitable/ fortaleza /
no hay desapego sin dolor / pero también es una llama/ fuego//
El amor también fue irse, dejar
la casa. Que la madera cruja hasta reposar, que el polvo vuelva a adherirse a
las cosas que son suyas, que las notas al aire resuenen hasta caer livianas en
las cuerdas de una guitarra. ¿No es
acaso, el amor, un extranjero? Un estadio de exilio, un tiempo profundo que
zanja la tierra. Un bien, un mal. Un monstruo deforme detrás de las puertas.
Una propiedad de arena: una casa que se desarma al presionar con la yema ajada
sus paredes. Cubrir los objetos, destetarlos de la sombra que antes, los hacía
bailar. Y entonces, adentrarse en el desierto, trazar un círculo de sal
invocando las aguas.
Verano seco. Carmen de Patagones,
pueblo con perfume a tragedia vieja, donde los disparos todavía hacen eco en el
rumor popular de semanario venido a menos. Una comunidad silenciosa y áspera,
el teléfono que no suena en un derruido hostal. El tedio de la meseta
patagónica y el hastío de los árboles ladeados por el viento incansable. Sus
habitantes como suspendidos en un sopor estepario, se abandonan livianos a los
días y al porvenir. Como Sonia y su tío
Iván, comandantes sin estrellas del hostal donde el paso del verano abicha las
frutas y llena la casa de moscas.
La casa se sostiene como lienzos
remachados con chinches, levemente, ondulante en la brisa y frágil ante la
primera tormenta. Ellos habitan la casa como quien olvida la lógica del mundo
de las capitales: sin relojes y con tiempo para rondar canciones y ensayar
repertorios para la próxima presentación en público.
Sonia canta apasionada como casi
todo lo que hace, embellecida por una inocencia avasallante y fresca; abre los
ojos y persigue la idea del amor como una adolescente torpe que tuerce sus
tobillos en su atropello. Iván la acompaña, para acompañarse a si y hallar un
hilo al cual asirse en la borrasca de los años que le han quitado a su hermana,
un trabajo y la templanza. Balancea,
como las veletas en los techos a dos
aguas, entre el reposo y la vorágine.
Su cotidianeidad, se ve
interrumpida por la visita del padre de Sonia y su nueva novia. Los forasteros
citadinos que llegan con espejitos de colores a convencer a los pueblerinos de
vender la casa, abandonar el sueño precario y precioso que tienen. La violencia
simbólica de un padre encumbrado en su trono del saber y la legitimación
social, pero doblegado en cuerpo que enferma. Acompañado de su novia Elena, una
elegía bella de la civilización urbana que eclipsa el rústico desenfado de
Sonia. Elena, quien enciende una guerra paralela y silenciosa entre su deseo y
obligación, mecha que chispea Pablo, un médico hosco y extravagante que vive
allí y también.
El amor es un callejón sin salida
en el que los personajes rebotan como las cinco puntas de una estrella filosa,
clavándose en las paredes dobla sus aristas; hiriéndose como animales
desorientados buscando un otro que les lama las lagañas de los ojos para ver
mejor.
Podríamos borrar Carmen de
Patagones y cruzar el océano hasta las tierras soviéticas, que el eco del deseo
y la desesperación patagónica reviviría a Tío Vania de Anton Chéjov sin doblarle
las mangas ni revolcarse en la tumba, más bien podría verse en el espejo y
reconocerse en un Iván tan desesperado como enamorado, crédulo y atormentado a
la vez por los fantasmas del fracaso que visten oros viejos. Chéjov aplaudiría
y lloraría con él hasta abrazarlo y
dormirlo.
El amor es un bien de Franciso
Lumerman le saca brillo a los recovecos de la miseria familiar y las avaricias
anquilosadas, se sube al auto de un amor que gira en trompos y choca contra todo. Sin marcas en el cuerpo nadie sale ileso, y en un juego de sombras
todos sienten más de lo que dicen.
En lapsus casi fotográficos, el
tiempo escénico se suspende y algo se le revela en pequeñas diapositivas
textuales sólo visibles para el espectador, que los demás deseantes ignoran y
vuelven a cada uno de ellos un misterio particular.
La obra emana intersticios de
justicia poética: el cuerpo de los actores es un bosque habitado, el texto
mueve sus ramas, sus hojas tejen en la sala un doloroso sentido de la
pertenencia: quiénes somos sin nuestra casa, como dormir en camas rotas, a qué
abrazarse cuando el viento sur zumba y trae el sonido de la distancia.
El trabajo actoral bajo una
dirección lúcida y precisa trae a los fantasmas, los pechea, baila con ellos.
Los actores hacen imágenes imposibles para nosotros: el espasmo de sus vísceras
latiendo. Abren una puerta que mira al desierto, que son todos los desiertos,
el patagónico, el soviético. Es entonces, cuando la pérfida arena se cuela y da
en nuestras retinas, como esas imágenes de la persistencia. Como el amor y su
herida en un cuerpo que sigue viaje.
// Prendo las luces del pasillo
antes de irme,
para volver día tras día
con los ojos cerrados
como quien ha nacido ciego
y sabe atravesar ya extranjera
los círculos del desierto
la frente en blanco
de alguien
que a veces no duerme
antes de irme,
para volver día tras día
con los ojos cerrados
como quien ha nacido ciego
y sabe atravesar ya extranjera
los círculos del desierto
la frente en blanco
de alguien
que a veces no duerme
No sucumbiré
Me levantaré mil veces//
Me levantaré mil veces//
Dirección y
dramaturgia: Francisco Lumerman
Intérpretes:
Manuela Amosa, José Escobar, Diego Faturos, José María Marcos, Rosario Varela
Escenografía:
Gonzalo Córdoba Estévez
Iluminación:Ricardo
Sica
Asistencia
de dirección: Ignacio Graciam
Producción
ejecutiva: Zoilo Garcés
Sala: Moscú
Teatro, Camargo 506
Funciones:
Sábados, a las 23 y domingos, a las 17.30
Duración: 70
minutos