lunes, 29 de agosto de 2016

El amor también fue dejar la casa. Sobre “El amor es un bien” de Francisco Lumerman

El amor también fue dejar la casa

Sobre “El amor es un bien” de Francisco Lumerman

Por Gabriela Pignataro

//La casa apenas / se sostiene / algo en mí se templa / lo que es inevitable/ fortaleza / no hay desapego sin dolor / pero también es una llama/ fuego//

El amor también fue irse, dejar la casa. Que la madera cruja hasta reposar, que el polvo vuelva a adherirse a las cosas que son suyas, que las notas al aire resuenen hasta caer livianas en las cuerdas de una guitarra. ¿No es acaso, el amor, un extranjero? Un estadio de exilio, un tiempo profundo que zanja la tierra. Un bien, un mal. Un monstruo deforme detrás de las puertas. Una propiedad de arena: una casa que se desarma al presionar con la yema ajada sus paredes. Cubrir los objetos, destetarlos de la sombra que antes, los hacía bailar. Y entonces, adentrarse en el desierto, trazar un círculo de sal invocando las  aguas.

Verano seco. Carmen de Patagones, pueblo con perfume a tragedia vieja, donde los disparos todavía hacen eco en el rumor popular de semanario venido a menos. Una comunidad silenciosa y áspera, el teléfono que no suena en un derruido hostal. El tedio de la meseta patagónica y el hastío de los árboles ladeados por el viento incansable. Sus habitantes como suspendidos en un sopor estepario, se abandonan livianos a los días y al porvenir.  Como Sonia y su tío Iván, comandantes sin estrellas del hostal donde el paso del verano abicha las frutas y llena la casa de moscas.
La casa se sostiene como lienzos remachados con chinches, levemente, ondulante en la brisa y frágil ante la primera tormenta. Ellos habitan la casa como quien olvida la lógica del mundo de las capitales: sin relojes y con tiempo para rondar canciones y ensayar repertorios para la próxima presentación en público.
Sonia canta apasionada como casi todo lo que hace, embellecida por una inocencia avasallante y fresca; abre los ojos y persigue la idea del amor como una adolescente torpe que tuerce sus tobillos en su atropello. Iván la acompaña, para acompañarse a si y hallar un hilo al cual asirse en la borrasca de los años que le han quitado a su hermana, un trabajo y  la templanza. Balancea, como las veletas  en los techos a dos aguas, entre el reposo y la vorágine.
Su cotidianeidad, se ve interrumpida por la visita del padre de Sonia y su nueva novia. Los forasteros citadinos que llegan con espejitos de colores a convencer a los pueblerinos de vender la casa, abandonar el sueño precario y precioso que tienen. La violencia simbólica de un padre encumbrado en su trono del saber y la legitimación social, pero doblegado en cuerpo que enferma. Acompañado de su novia Elena, una elegía bella de la civilización urbana que eclipsa el rústico desenfado de Sonia. Elena, quien enciende una guerra paralela y silenciosa entre su deseo y obligación, mecha que chispea Pablo, un médico hosco y extravagante que vive allí y también.
El amor es un callejón sin salida en el que los personajes rebotan como las cinco puntas de una estrella filosa, clavándose en las paredes dobla sus aristas; hiriéndose como animales desorientados buscando un otro que les lama las lagañas de los ojos para ver mejor.

Podríamos borrar Carmen de Patagones y cruzar el océano hasta las tierras soviéticas, que el eco del deseo y la desesperación patagónica reviviría a Tío Vania de Anton Chéjov sin doblarle las mangas ni revolcarse en la tumba, más bien podría verse en el espejo y reconocerse en un Iván tan desesperado como enamorado, crédulo y atormentado a la vez por los fantasmas del fracaso que visten oros viejos. Chéjov aplaudiría y lloraría con él hasta abrazarlo y  dormirlo.
El amor es un bien de Franciso Lumerman le saca brillo a los recovecos de la miseria familiar y las avaricias anquilosadas, se sube al auto de un amor que gira en trompos y  choca contra todo. Sin marcas en el cuerpo  nadie sale ileso, y en un juego de sombras todos sienten más de lo que dicen.
En lapsus casi fotográficos, el tiempo escénico se suspende y algo se le revela en pequeñas diapositivas textuales sólo visibles para el espectador, que los demás deseantes ignoran y vuelven a cada uno de ellos un misterio particular.
La obra emana intersticios de justicia poética: el cuerpo de los actores es un bosque habitado, el texto mueve sus ramas, sus hojas tejen en la sala un doloroso sentido de la pertenencia: quiénes somos sin nuestra casa, como dormir en camas rotas, a qué abrazarse cuando el viento sur zumba y trae el sonido de la distancia.
El trabajo actoral bajo una dirección lúcida y precisa trae a los fantasmas, los pechea, baila con ellos. Los actores hacen imágenes imposibles para nosotros: el espasmo de sus vísceras latiendo. Abren una puerta que mira al desierto, que son todos los desiertos, el patagónico, el soviético. Es entonces, cuando la pérfida arena se cuela y da en nuestras retinas, como esas imágenes de la persistencia. Como el amor y su herida en un cuerpo que sigue viaje.

// Prendo las luces del pasillo
antes de irme,
para volver día tras día
con los ojos cerrados
como quien ha nacido ciego
y sabe atravesar ya extranjera
los círculos del desierto
la frente en blanco
de alguien
que a veces no duerme
No sucumbiré
Me levantaré mil veces//






Dirección y dramaturgia: Francisco Lumerman
Intérpretes: Manuela Amosa, José Escobar, Diego Faturos, José María Marcos, Rosario Varela
Escenografía: Gonzalo Córdoba Estévez
Iluminación:Ricardo Sica
Asistencia de dirección: Ignacio Graciam
Producción ejecutiva: Zoilo Garcés
Sala: Moscú Teatro, Camargo 506
Funciones: Sábados, a las 23 y domingos, a las 17.30
Duración: 70 minutos








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